Hembra habitable, cuya escoba barre las inundaciones de agosto. Pronto la tristeza se escucha en el quejido de los perros, ladran en cautiverio. En las terrazas se cubre la lluvia entre las hendijas de los ventanales, y lloran la despedida del verano. Son los habitos de los abuelos que defecan en las calles, más flores, se la llevan las corrientes hacia otros barrios. Y los animales se llenan de tragedia marchitando la esperanza de sus dueños. Mueren en los atardeceres. Cuando el virus deja la nostalgia en la soledad de los pequeños patios. No hay donde enterrarlos. Quizás en el nuevo país hallen una sepultura. Con un epitafio: ¡ Aqui yacen mis perros!