Entonces el mundo de las colinas,
cambio de estaciones y el aullido de los perros
clamaron por libertad en sus dientes amarillentos
por las flores regadas por el viento.
Cualquier lluvia se asoma por el norte y la ciudad oscureció
calmando el sufrimiento de sus habitantes jodidos por los acontecimientos;
venidos de un
continente de antiguas creencias. Se estableció ausentando la alegría de
los pechos desnudos y de mujeres de sexos
esquizofrénicos. Redondean la dicha de la existencia en este paraje de la
naturaleza. Mientras los árboles en el rocío de torrentes granizos espantaban
los sueños, en las tinieblas distantes de ese pueblo urbano miedoso del
contagio.
Los naranjos en los caminos del Curubito, pies hermosos del monte Sion que danza la humedad ante el aguacero, entre
piedras y animalillos desconocidos por el hombre común. Se trepan por los
frutos de esas flores de amapolas guardadas para soñar.
Ideales en una pandemia que tapa el olfato, congojas en las
brisas, acudidas por los jardines de terrazas caídas por la decadencia del lujo, una piel se
acurruca para amar sus dones en la
realidad del mediodía. En ese aire de armonía se encuentra la felicidad en su propia belleza aún la palabra no bastaba para describir su sitio en el planeta,
era la raíz misma de un cogollo recién surgido de la tierra. Y maduró sus
caricias alejadas de la rutina. Pudo desapegarse
de una porción de su ser y completa en el espacio del tiempo besando sus
temores, sin rencor en un triangulo de círculos rectangulares, de habitaciones abiertas,
con las ventanas sin rumores, que
invocan los anormales vientos, solo un sentido exacto de su hondo pubis, de
edificios perturbados por anteriores desequilibrios, pero allí en ese instante, todo era nuestro
hasta la lluvia eterna y frágil que caían en el techo.
La lluvia eran nuestros cuerpos sanguíneos. La urbe industrializada
bostezaba en los obreros su dolor ahí
dentro el milagro de la vida se expandía y la yerba fratricida ante un
escarabajo cundía con más fuerza la existencia.
Todo lo hermoso acurrucaba sus lujurias. La lluvia la gran heroína
de las colinas abría el horizonte de una popa descendente hacia el mar de Marbella
moderado en la geometría de sus naufragios y de amores de borracheras de
viajeros que apetecían sus fantasías de hembras libertinas allí estaba su
estilo en seducir en moteles su esplendor. Aún éste pueblo místico no pudo
detener lo inevitable porque eran superiores a sus destinos.