El día se aproxima en
inspirados versos y la niña me dice: A esta urbe tendré que hacerle un poema
desde las tumbas y la soledad de sus portones.
Después del coronavirus vendrán otras
poesías fatigadas de angustias, en el vacío paupérrimo de sus
habitantes
“sí – le dije—habrá otras
horas para brindar y llorar a los incinerados de los sanatorios.
Toda esta
calma en el bohío de ebrias tardes y las brisas juguetonas en el pelo de las hojas, los pájaros viajeros engañan
la quieto de sus alas, anclados en el tiempo pandémico.
Desde la colina del
pueblo se observa el perímetro de la ciudad. La industria contaminada los
sueños de los albañiles, enamoran sus amarguras por los caminos polvorientos
del sexo, edificado en las construcciones sin espacio, el perverso destino de sus
armaduras de hierro y de cemento.
Arrancándoles a la tierra su valor de su
plenitud y el regocijo.
Sólo las calderas aplastan las ropas sucias con el sudor de los pobres de indias.
Golpeando
sus penas, edificado en el dinero para otros explotadores ocultos en sus trincheras
de vino y el hielo.
Qué sentido tiene cubrirse
el rostro de hipocresía. Las lámparas del matón en el anochecer triste, donde
las guacharacas locas, levitan en el roble octogenario.
Dispara el cazador que
brinda carne, en el banquete de las estrellas fugaces. Se aplaca la mentira del
hambre, allí en las colonias sufridas, en la esclavitud tranquila de los transeúntes,
cuyos jardines marchitos mueren en los cerros distantes, ciénagas mudas en el
umbral de supersticiones por un virus
vacilante.
Hollar nuestro espíritu por los sonidos perdidos, por la llama
ardiente de las plantas de petróleo.
La noche del explotador. Luces heterogéneas
por la tragedia indefinida de los lamentos.
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