sábado, 6 de junio de 2020

La Colina Y La Existencia


vino y el hielo

El día se aproxima en inspirados versos y la niña me dice: A esta urbe tendré que hacerle un poema desde las tumbas y la soledad de sus portones. 

Después del coronavirus vendrán otras poesías  fatigadas  de angustias, en el vacío paupérrimo de sus habitantes
“sí – le dije—habrá otras horas para brindar y llorar a los incinerados de los sanatorios.

 Toda esta calma en el bohío de ebrias tardes y las brisas juguetonas en  el pelo de las hojas, los pájaros viajeros engañan la quieto de sus alas, anclados en el tiempo pandémico.

 Desde la colina del pueblo se observa el perímetro de la ciudad. La industria contaminada los sueños de los albañiles, enamoran sus amarguras por los caminos polvorientos del sexo, edificado en las construcciones sin espacio, el perverso destino de sus armaduras de hierro y de cemento. 

Arrancándoles a la tierra su valor de su plenitud y el regocijo. 
Sólo las calderas aplastan las ropas sucias  con el sudor de los pobres de indias.
 Golpeando sus penas, edificado en el dinero para otros explotadores ocultos en sus trincheras de vino y el  hielo.
 Qué sentido tiene cubrirse el rostro de hipocresía. Las lámparas del matón en el anochecer triste, donde las guacharacas locas, levitan en el roble octogenario. 

Dispara el cazador que brinda carne, en el banquete de las estrellas fugaces. Se aplaca la mentira del hambre, allí en las colonias sufridas, en la esclavitud tranquila de los transeúntes, cuyos jardines marchitos mueren en los cerros distantes, ciénagas mudas en el umbral  de supersticiones por un virus vacilante. 
Hollar nuestro espíritu por los sonidos perdidos, por la llama ardiente de las plantas de petróleo. 
La noche del explotador. Luces heterogéneas por la tragedia indefinida de los lamentos.





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